Decoloro el azul de su cielo, el
verde de sus ojos abandona el cristal donde escupo mi fuego y cenizas arden en
las brasas de una realidad que agoto a golpe de autoengaños. Mis cimientos,
mientras sus alegrías acarician otro mar –donde no provoco yo las mareas-, se
hunden en la profundidad de un sinfín de letras que aspiran a ser palabras
algún día.
Pero jamás pronuncié lo que duele para no engancharme al daño.
Después cosí las costuras de los rasguños cobardes.
Y me senté a pensar en los
mares donde bañaba sus triunfos,
y en el horizonte donde me encontraba yo, justo
al lado de la palabra fin.
Mis aguas nunca significaron eternidad en su idioma.
Lo asumí desde aquel banco donde se asomaba el fracaso y me visitaba su risa,
siempre inmutable ante cualquier camino posible en el tránsito hacia el
perpetuo deseo de olvidar.
Miramos el mar tantas noches
que me gustaría ahora incendiarlas todas
porque sé que buscaba allí otros nombres,
que nunca fueron el mío.
Qué digo ahora, que acecha el final de todo aquello que fue nada: me asusta desear lo imposible y
no sentirme nunca a la altura de sus veranos, querer más de lo que creo que me quieren. El destierro de un futuro a
medias cuando postergo mi vida en su mundo, inmenso e intangible, me sacude la
pizca de amor propio que salvé de naufragios anteriores.
Es incoherente
sujetar la fe en el trayecto inverso a su boca,
desandando así mis latidos,
mientras marco su número
para pedirle
que me salve
de esa noche
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