Mi alma devastada entre las
turbulencias de una boca prohibida y la luz que proviene del camino contrario
al que siempre elijo tomar. Aquella noche de verano entendí tu presencia,
perenne siempre e inquieta a veces, como el estallido de cien caballos
galopantes en el fondo de mi misma. Y me perdí en el inquebrantable desorden
que me traen tus manos al acariciar mis miedos, en el intento incoherente de
sacudir mi caos me mojé en tu tempestad y entonces, solo entonces, se calibraron
mis imposibles. Mi oasis en mitad del desierto. Tú.
Tú, conjugándome en el presente
inmediato de aquella playa. Fuiste fuego en mis pupilas, mar de noche sobre mis
molinos de viento, guerra y paz. Antes de desatarme, abrí los ojos y cerré las
puertas: te pensé, silente en mi camino, andando cauteloso sobre mis dudas en
la versión que hasta ese momento siempre fuimos. Apagué la mecha deseando
quemarme en tu fuego. Eligiendo la razón. Desechando el corazón por suponerle
viva solo una mitad a trozos.
Yo, suplicándote el camino vacío;
mi alto al fuego particular, dejé colgando mis deseos. Se quedó mi grito
silenciado en la sal de las olas que viví a medias contigo. Aquella noche en
que entendí que siempre, incluso al otro lado, existe el mar sanando mis
heridas.